La Barrica de la Oca

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jueves, 24 de abril de 2008

Fuentidueña

En la ribera del Duratón, y en su ladera norte, asomada al río, se encuentra Fuentidueña, rica en manantiales, buen vino y excelente cordero, que fue villa de don Álvaro de Luna Manrique.
El paisaje castellano que dejamos atrás se rompe bruscamente en esta villa con su abundante arboleda y riqueza de aguas. Bañada por el río Duratón, el que después de un largo recorrido a través de localidades y parajes tan bellos como Sepúlveda, San Frutos, las Hoces del Duratón...
Nos adentramos en Fuentidueña.

En una auténtica profusión de manantiales, nace en los huertos el río Fuentes, que movía los molinos de Julio y Nazario, y tras convertirse en escasos metros en un acaudalado río, vierte su mansas y claras aguas en el Duratón, muy cerca del lugar donde se encuentra el convento de San Francisco, antiguo monasterio de San Juan de la Penitencia, fundado en el siglo VI, y que posteriormente el cardenal Cisneros entregó a los franciscanos, de donde cobró su actual denominación. En estos momentos se encuentra en fase de restauración, donde sus actuales propietarios, con acertado criterio, probablemente instalen un hotel y restaurante.
La Villa de Fuentidueña posiblemente tomara su nombre de esa abundancia de aguas, con manantiales, como el de la Cigüeña, el Salidero, la fuente del Convento, entre otras muchas, que consiguen, no cabe duda, suavizar en esta villa los rigores del clima de la meseta.
El hábitat de la villa de Fuentidueña es tan antiguo que podemos decir que se pierda en la lejanía de los milenios. Fue un castro celta que pasó a fortaleza romana. Por su emplazamiento en la vía que comunicaba Cauca con Clunia, fue asolada por los vándalos, recuperada por los suevos y adjudicada finalmente por el emperador romano a los godos que le prestaban ayuda militar. También fue atacada por los árabes en los primeros años de la invasión, permaneciendo en la misma casi 200 años. Posteriormente, aparece al frente del recinto Gonzalo Fernández, padre del gran conde Fernán-González.
Fuentidueña, la villa como familiarmente se la reconoce, que formó parte del señorío de Álvaro de Luna, se encuentra dentro de un extenso recinto amurallado bastante bien conservado que podemos situar en los siglos XII y XIII. La construcción es de mampostería con almenas cuadradas y torreones circulares y rectangulares. La desidia de las autoridades y los desmanes de algunos habitantes, han hecho que en tramos de su recorrido el estado de conservación no sea demasiado bueno, si bien desde hace algunos años se ha iniciado un proceso de restauración. El acceso a la villa se realiza por tres arcos perfectamente conservados, siendo la entrada más interesante la situada en la parte más oriental de la muralla, llamada puerta de Alfonso VIII, cuyo arco de medio punto se abre entre dos enormes torreones prismáticos. En la parte más alta del cerro donde se asienta Fuentidueña nos encontramos la ruinas del castillo, que ocupan una superficie aproximada de 5.000 metros cuadrados. Hasta el año 1125, en que tomó el nombre de pueblo, se llamó Castillo de Alacer, que en árabe equivale a alegre, denominación perfectamente adaptada a su emplazamiento desde cuyo alto se domina la fecunda vega. En este castillo otorgó testamento Alfonso VIII, concertó la paz con el rey de Navarra y descansó después de la batalla de las Navas de Tolosa. Su actual propietario, Fernando de Pertierra, un enamorado de su pueblo y de los vinos de la Ribera del Duero, ha instalado con exquisita mampostería, en los sótanos de lo que fue el castillo, una bodega donde se elaboran y duermen los excelentes vinos procedentes de la viña -uva tempranillo- que se divisa desde el castillo, que se comercializan con el nombre del castillo y que nada tienen que envidiar a los caldos de la próxima y afamada Ribera del Duero.
Visita obligada es la iglesia de Santa María la Mayor, de época románica, donde se encuentra la capilla de la Inmaculada Concepción, patrona del pueblo donde se festeja la fiesta alrededor de una de una gran hoguera, en el atrio de la iglesia, y a la que se acude para asar las chuletas de cordero. Con dos sencillas portadas de este lenguaje artístico; en su interior conserva un retablo gótico de finales del siglo XV, y los dos tardomanieristas de san Sebastián y san Pedro con pinturas de Simón de Escobar Mansilla. Queda del gótico tardío la portada de la casa de los condes de Obedos. Próximo al río Duratón, empieza el camino de cruceros de piedra que termina en lo que queda del convento franciscano de san Juan de la Penitencia. Por otra parte, un puente romano salva las aguas del Duratón. Enfrente se ebcuentra la Posada, considerada la más antigua de Fuentidueña.
Dos extraordinarias iglesias románicas tenía Fuentidueña, San Martín y San Miguel, amén de varias ermitas en ruinas repartidas en todo su alfoz. De San Martín sólo quedaba el ábside y el presbiterio, que se utilizaba como cementerio. En 1957 se aprobó su venta a los americanos, comenzando seguidamente la restauración de las partes más dañadas, para posteriormente desguazarlo y, con un peso aproximado de 97 toneladas -3.300 piedras numeradas del ábside-, trasladarlo a Nueva York, donde el 19 de enero de 1960 se puso la última piedra de la reconstrucción en "The Cloisters", sección del Museo Metropolitano de dicha ciudad.


El ábside de San Martín constituye actualmente una de las joyas más apreciadas en el referido museo, habiéndose completado la bóveda de cascarón con un fresco de la Virgen, del Maestro de Pedret, procedente de Tredós. Se dice que este ábside costó a los americanos su precio en oro pero, seguramente, hubieran deslumbrado más a los segovianos las mismas piedras dejadas sobre la roca de su fundación, y que hoy, como apuntaba el marqués de Lozoya, posiblemente añoren el sol de Castilla entre las nieblas del río Hudson.
La iglesia de San Miguel, casi gemela de San Martín fue restaurada. Es una preciosa joya del románico, que domina desde media altura del cerro amurallado toda la vega de Fuentidueña. Consta de una nave con galería porticada de siete arcadas y puerta de dos archivoltas en el centro. El ábside, con algunos capiteles y figuras perfectamente restauradas, es semicircular y se encuentra partido en tres partes por cuatro columnas con riquísimos capiteles, abriéndose en cada una de las partes un preciso ventanal con una archivolta y un baquetón. Resulta también de singular interés la serie de tumbas antropomorfas -siglos X al XII-, orientadas a la salida del sol y excavadas en la roca donde se asentaba la Iglesia de San Martín.
Hemos de reseñar también los restos de la Capilla de la Virgen del Pilar, situada en la primera plaza, tras pasar el arco de entrada al pueblo, que se levantó en 1720, por la devoción especial que sentía el señor conde al Rosario de María, según el más acreditado cronista de la villa J. Hernansanz. También destacamos por lo extraordinario de sus vistas, las ventanas de la muralla almenada en la plaza principal del pueblo.
Adosado a la parte occidental de la muralla y en ruina total se encuentra el hospital de la Magdalena, fundado por disposición testamentaria de doña Mencía de Mendoza, esposa del señor de la Villa don Álvaro de Luna Manrique.

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